lunes, 7 de octubre de 2013

a m o r de p a d r e




 Madrid. Barrio de Lavapiés.

Soy ladrón. No crean que soy un vulgar ladronzuelo, de eso nada, soy un señor, todo un caballero experimentado, un verdadero profesional en el exquisito acto de robar. Soy ladrón por convicción, por herencia, por placer, por deporte, por pura adrenalina. Yo no creo en la suerte. Los expertos, como yo, solo creemos en el fino movimiento de los dedos en bolsos y bolsillos ajenos. Así debí continuar; impecable, desapercibido, casi fantasmal. Pero no, tenía que fijarme en las zapatillas nuevas del turista que dormía en la plaza de Lavapiés.

Ahora corro. Corro como un desgraciado a velocidades extremas. Corro con la precisión que solo te pueden dar unas zapatillas nuevas. Corro, como un ordinario carterista de esquina, que esquiva y destroza todo lo que se anteponga a su ruta de escape. Atrás de mí, corre descalzo el turista y dos fornidos policías.   

Nunca pensé que llegaría este momento. Tantos años de perfección, de dedicación exhaustiva. No entiendo porqué, ni cómo brotó esta ordinaria actitud, incomprensible para un meticuloso estratega. He violado mi ley. He fallado, no me lo perdono, ni me van a perdonar.

Pienso en mi padre. Qué diría si me viese correr como una espantadiza gacela. Titubeo. Alguien me hace tropezar, no quiero saber quién es, ni quiero que vean mi cara aplastada en la vereda. He perdido. Bajo la cabeza, cierro los ojos. Me someten, me esposan. El exhausto turista que venía persiguiéndome, me observa paralizado. Al parecer le doy lástima y explica a los policías que me regala las zapatillas, que todo fue un error, un mal entendido, para luego marcharse descalzo, muy tranquilo, silbando, así como si nada.

Uno de los policías, aún extenuado por la persecución, atiza mi rostro con furia, y de un violento empujón, me lanza dentro del patrullero.“Atleta, así te quiero ver correr en la celda cuando te ponga con el escuálido”, añade el conductor del patrullero. Los otros policías, aún cansados, se mofan, como lo hacía mi padre, cuando me ordenaba que le compre cerveza y no me daba dinero.

Una jaula oscura me enmarca en su foto. Huele a cemento húmedo de alguna perrera abandonada. Tiemblo, el pavor crece en mí. Soy un mar de náuseas que va a reventar. Tímido vomito mansamente todo mi pan de mala vida. Tengo espanto de novel en esta sucursal del averno.

Un hombre escuálido contempla mis zapatillas desde su esquina de la celda. Es largo su aliento a jabalí y su único ojo envenenado multiplica la sombra en esta profunda tiniebla. Puedo sentir su brutal hostilidad y su hedor a cadáver irreverente. Un silencio prolongado empuja mi pánico hacia él. “Tengo sed”, exclama el escuálido. No distingo su nariz de su boca, pero sé que está ahí, muy cerca, con todo su halo de mala suerte. “Te voy a follar, luego te mataré”, sentencia, mientras se regodea entre sus ropas.

Con un veloz movimiento me sorprende por la espalda. Se baja los calzoncillos, se menea el pene, pasa su lengua por mi oreja y de un mordisco arranca un trozo de mis labios. Al parecer, no le da asco mi vómito, mas bien creo que estimula su demencia al beber de mi boca. Yo le dejo, tengo todos los miedos reunidos en este reguero de sangre. 

Pienso inmóvil con su boca en mi boca. ¿Qué haría mi padre en estas circunstancias? Recuerdo mis domingos de infancia cuando íbamos a visitarle a la cárcel. Siempre nos recibía con un golpe nuevo en su cara. A mí jamás me gustó la violencia. De niño juré que nunca golpearía a nadie, por eso mi padre siempre decía que no era su hijo, que era muy tímido, un frágil sin sangre, un maricón sin personalidad, que a lo mucho podría llegar a ser párroco de barrio o peluquero amanerado de algún suburbio miserable. Un día me hizo pelear con un niño más grande. Recuerdo que el niño me golpeaba sin cesar, y yo ahí, de pie, paralizado, hasta que mi padre dejó de reír para gritarme: “Devuélvele los golpes, sino, no regreses a casa”, y así fue, nunca volví a ver a mi madre. 

Trato de calmar al escuálido, pero no se despega de mi lengua. Una y otra vez frota su sexo por donde puede. Mientras limpio mis despedazados labios de su putrefacta saliva, crujo los huesos de mi cuello. El escuálido deja de besarme y enfurecido se arroja intrigado a mi oreja,“¿Acaso no me temes maricón?”, me intimida, entre tanto, una de sus manos estruja mis testículos.   

Pienso en mi padre y en los golpes que a diario le encajaba a mi madre. “Me llamo Marcos”, le digo al escuálido.“Ya no eres Marcos, desde hoy eres mi mujer”, responde excitado. De un golpe pega mi cara a la pared, me baja el pantalón, e intenta penetrarme como puede. Estoy en blanco, este segundo es eterno. Pienso en mi madre y en su cara desfigurada de tanto padre. La respiración atrofiada del escuálido trae a mi memoria una descarga de recuerdos, indignos hasta para un perro callejero. Inspiro, aspiro, cuento hasta tres, pero no puedo más con esta deshonra, que me lleva a convertir en un bestia sin límites, que revienta a puñetazos todo lo que se mueve en esta degenerada penumbra.

Golpe tras golpe borro los años de mis manos. Patada tras patada cicatrizo mis heridas. Un golpe en la sien por sus besos, otro en la tráquea por haberme hecho sentir una insignificante niña, otro despiadado porrazo hasta hundir su nariz en sus cejas, y otro brutal puntapié por recordarme a mi pobre madre. Puedo sentir como mezclo un coctel en su cráneo. Su podrida sangre me alumbra, y por fin puedo ver lo que resta del escuálido. Es mi padre. Es un cerdo con rabia encogido como un feto. Es mi padre; una rata con barba que muere mientras muerde.

Qué vergüenza, he masacrado a mi padre. En un desangrado silencio, balbucea: “Gracias, gracias hijo”. Sus gestos fermentados se desinflan, se diluyen, quién sabe a qué infierno. 

Lo he matado, sonrío, tengo miedo, lloro, me desplomo. Pienso en mi madre. 

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