Soy ladrón. No crean que soy un vulgar ladronzuelo, de eso nada,
soy un señor, todo un caballero experimentado, un verdadero profesional en el
exquisito acto de robar. Soy ladrón por convicción, por herencia, por placer,
por deporte, por pura adrenalina. Yo no creo en la suerte. Los expertos, como
yo, solo creemos en el fino movimiento de los dedos en bolsos y bolsillos
ajenos. Así debí continuar; impecable, desapercibido, casi fantasmal. Pero no,
tenía que fijarme en las zapatillas nuevas del turista que dormía en la plaza
de Lavapiés.
Ahora corro. Corro como un desgraciado a velocidades extremas.
Corro con la precisión que solo te pueden dar unas zapatillas nuevas. Corro,
como un ordinario carterista de esquina, que esquiva y destroza todo lo que se
anteponga a su ruta de escape. Atrás de mí, corre descalzo el turista y dos
fornidos policías.
Nunca pensé que llegaría este momento. Tantos años de perfección,
de dedicación exhaustiva. No entiendo porqué, ni cómo brotó esta ordinaria
actitud, incomprensible para un meticuloso estratega. He violado mi ley. He
fallado, no me lo perdono, ni me van a perdonar.
Pienso en mi padre. Qué diría si me viese correr como una
espantadiza gacela. Titubeo. Alguien me hace tropezar, no quiero saber quién
es, ni quiero que vean mi cara aplastada en la vereda. He perdido. Bajo la
cabeza, cierro los ojos. Me someten, me esposan. El exhausto turista que venía
persiguiéndome, me observa paralizado. Al parecer le doy lástima y explica a
los policías que me regala las zapatillas, que todo fue un error, un mal
entendido, para luego marcharse descalzo, muy tranquilo, silbando, así como si
nada.
Uno de los policías, aún extenuado por la persecución, atiza mi
rostro con furia, y de un violento empujón, me lanza dentro del patrullero.“Atleta, así te quiero ver correr en la
celda cuando te ponga con el escuálido”, añade el conductor del
patrullero. Los otros policías, aún cansados, se mofan, como lo hacía mi padre,
cuando me ordenaba que le compre cerveza y no me daba dinero.
Una jaula oscura me enmarca en su foto. Huele a cemento húmedo de
alguna perrera abandonada. Tiemblo, el pavor crece en mí. Soy un mar de náuseas
que va a reventar. Tímido vomito mansamente todo mi pan de mala vida. Tengo espanto de novel en esta sucursal del
averno.
Un hombre escuálido contempla mis zapatillas desde su esquina de
la celda. Es largo su aliento a jabalí y su único ojo
envenenado multiplica la sombra en esta profunda tiniebla. Puedo sentir su brutal
hostilidad y su hedor a cadáver irreverente. Un silencio prolongado empuja
mi pánico hacia él. “Tengo sed”,
exclama el escuálido. No distingo su nariz de su boca, pero sé que está ahí,
muy cerca, con todo su halo de mala suerte. “Te
voy a follar, luego te mataré”, sentencia, mientras se regodea entre sus
ropas.
Con un veloz movimiento me sorprende por la espalda. Se baja
los calzoncillos, se menea el pene, pasa su lengua por mi oreja y de un
mordisco arranca un trozo de mis labios. Al parecer, no le da asco mi vómito,
mas bien creo que estimula su demencia al beber de mi boca. Yo le dejo,
tengo todos los miedos reunidos en este reguero de sangre.
Pienso inmóvil con su boca en mi boca. ¿Qué haría mi padre en
estas circunstancias? Recuerdo mis domingos de infancia cuando íbamos a
visitarle a la cárcel. Siempre nos recibía con un golpe nuevo en su
cara. A mí jamás me gustó la violencia. De niño juré que nunca golpearía a
nadie, por eso mi padre siempre decía que no era su hijo, que era muy tímido,
un frágil sin sangre, un maricón sin personalidad, que a lo mucho podría llegar
a ser párroco de barrio o peluquero amanerado de algún suburbio
miserable. Un día me hizo pelear con un niño más grande. Recuerdo que el
niño me golpeaba sin cesar, y yo ahí, de pie, paralizado, hasta que mi padre
dejó de reír para gritarme: “Devuélvele los golpes, sino, no regreses a casa”,
y así fue, nunca volví a ver a mi madre.
Trato de calmar al escuálido, pero no se despega de mi lengua. Una
y otra vez frota su sexo por donde puede. Mientras limpio mis despedazados
labios de su putrefacta saliva, crujo los huesos de mi cuello. El escuálido
deja de besarme y enfurecido se arroja intrigado a mi oreja,“¿Acaso no me temes maricón?”, me
intimida, entre tanto, una de sus manos estruja mis testículos.
Pienso en mi padre y en los golpes que a diario le encajaba a mi
madre. “Me llamo Marcos”, le digo al
escuálido.“Ya no eres Marcos, desde hoy
eres mi mujer”, responde excitado. De un golpe pega mi cara a la
pared, me baja el pantalón, e intenta penetrarme como puede. Estoy en blanco,
este segundo es eterno. Pienso en mi madre y en su cara desfigurada
de tanto padre. La respiración atrofiada del escuálido trae a mi memoria
una descarga de recuerdos, indignos hasta para un perro callejero. Inspiro,
aspiro, cuento hasta tres, pero no puedo más con esta deshonra, que me lleva a
convertir en un bestia sin límites, que revienta a puñetazos todo lo que se
mueve en esta degenerada penumbra.
Golpe tras golpe borro los años de mis manos. Patada tras patada
cicatrizo mis heridas. Un golpe en la sien por sus besos, otro en la tráquea
por haberme hecho sentir una insignificante niña, otro despiadado porrazo hasta
hundir su nariz en sus cejas, y otro brutal puntapié por recordarme a mi pobre
madre. Puedo sentir como mezclo un coctel en su cráneo. Su podrida sangre
me alumbra, y por fin puedo ver lo que resta del escuálido. Es mi padre. Es un
cerdo con rabia encogido como un feto. Es mi padre; una rata con barba que
muere mientras muerde.
Qué vergüenza, he masacrado a mi padre. En un desangrado silencio,
balbucea: “Gracias, gracias hijo”.
Sus gestos fermentados se desinflan, se diluyen, quién sabe a qué
infierno.
Lo he matado, sonrío, tengo miedo, lloro, me desplomo. Pienso en
mi madre.
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